Noticia de elmercurio.com
LORETO COX De alguna manera, u otra, la crisis financiera ha puesto en tela de juicio el rol de los economistas, al menos desde el punto de vista de su capacidad predictiva. El escalofriante documental Inside Job (2010), de Charles Ferguson, presenta esto de buena manera: detrás de la crisis económica mundial de 2008, que costó a decenas de millones de personas sus ahorros, sus trabajos y sus casas, hubo una serie de predicciones económicas erradas (y muy bien pagadas) en las que se confió más de lo que correspondía. Aun dejando de lado el grave problema de conflictos de intereses que la película denuncia, cabe cuestionar la pretensión de exactitud de aquellas predicciones. En una escena clave, se les pregunta sobre esto a economistas importantes de las financieras, de las calificadoras de riesgo y de la academia, y la respuesta se repite: no eran más que opiniones. No obstante, es poco probable que lo hayan planteado así al momento de cobrar por ellas.
El problema de fondo tiene que ver con cuál es el fin de la ciencia y con cuáles son sus propios límites. En este contexto, Deirdre McCloskey -Ph.D en Economía en Harvard, ex economista de Chicago y actualmente profesora de economía, historia, inglés y comunicación en la Universidad de Illinois y profesora de historia económica en la Universidad de Gotemburgo-, quien se define a sí misma como “posmoderna, pro libre-mercado, cuantitativa, anglicana, feminista y aristotélica”, tiene mucho que decir.
Para McCloskey, las personas tienen una tendencia a buscar certezas, que a fin de cuentas, refleja un deseo por controlar el mundo. De ahí que oráculos y magos sean una constante antropológica. Pero el advenimiento del mundo moderno, con sus avances tecnológicos y su fe descomunal en la racionalidad humana, traspasó en alguna medida este rol de adivinadores a los científicos.
En el caso de la economía, esto es claro y quedó consagrado en el ya mítico artículo de Milton Friedman sobre metodología (1953): “la tarea es proveer un sistema de generalizaciones que pueda ser usado para hacer predicciones correctas sobre las consecuencias de cualquier cambio en las circunstancias”. Tanto así, dice Friedman, que en la medida en que las predicciones sean correctas, da lo mismo si los supuestos usados son falsos.
McCloskey no cree que haya problema con que la predicción sea uno de los fines del conocimiento, el problema está en creer que es el único relevante. Esto no sólo porque desatiende, entre otras cosas, a la explicación como objetivo de la ciencia (por ejemplo, la teoría de la evolución no predice nada, sino que sólo explica), sino también porque implica desconocer sus propios límites. La razón la da la misma teoría económica: en equilibrio, no es posible hacer predicciones rentables (si lo fueran, el mercado se ajustaría y, entonces, dejarían de serlo). Creer que las predicciones pueden generar riqueza así como así es olvidarse del problema de la escasez. Por eso, éstas operan sólo dentro de los márgenes, deben ser costosas y no pueden, por ejemplo, aparecer así nomás en los diarios (si éstas efectivamente tuvieran la capacidad de hacernos ricos, ¿por qué querría el predictor compartirlas con todos nosotros?). Y lo mismo vale para el resto de las ciencias sociales, si las maneras de ganar votos o de alcanzar rápidamente la felicidad pudiesen predecirse, ¿por qué no las han seguido todos los políticos y todos los mortales, respectivamente? A los economistas y demás cientistas sociales que creen dominar el futuro con exactitud, McCloskey les dice: “if you’re so smart, why ain’t you rich?” (Si eres tan inteligente, ¿por qué no eres rico?).
Y no es que esto hable mal de la capacidad de nuestros científicos, sino que tan sólo refleja la complejidad del objeto de estudio -los hombres y sus creaciones-. Quizá sea mejor comprender ex ante y no sólo ex post, que nuestros juicios no son sólo tecnicismos científicos, sino que tienen algo, además, de opiniones.
En tiempos en que se oyen fuertes críticas a la precisión de las predicciones de los economistas y, también, a su actual predominio en el diseño de las políticas públicas, tal vez valga la pena prestar atención a las críticas y abrirse algo hacia nuevas formas de argumentar. Aquí, McCloskey juega un rol importante, no sólo porque conoce en primera persona el quehacer de los economistas, sino que también porque ama profundamente la disciplina. Y, afortunadamente, ella estará de visita la próxima semana en el Centro de Estudios Públicos y en la conferencia de economistas de LACEA.
Noticia de elmercurio.com